domingo, 24 de marzo de 2013

Tal vez sí, tal vez no





                                  
            Lo pensó o no lo pensó. Era difícil saberlo. Aparentemente estaba en calma. Su sueño era plácido, por el efecto de la morfina, aunque se estaba ahogando, con los pulmones encharcados de su propia sangre.

 
            Tal vez lo recordó o tal vez no. Esos primeros años de su infancia en el pueblo, donde era tanta el hambre y la miseria, que hizo emigrar a toda la familia a la capital en busca de un futuro mejor.
            Quizá pasó por su cabeza, o no. Aquellos años difíciles de la posguerra, en los que todo estaba racionado, desde el pan a la electricidad. Esos tiempos en los que salían cada día, su padre y él, a buscarse la vida en un sentido literal. Sin saber si comerían o no, sin saber qué peonada harían o qué campo espigarían.
            Tal vez recordó el día en que murió su padre, que tuvo que vender el burro para pagarle el entierro, que, con diecisiete años se había quedado solo en su papel de cabeza de familia, o las noches larguísimas en las que estudiaba hasta la madrugada, hasta que la sensación de hambre se lo permitía,  después de un duro día de trabajo, a la luz de un candil –por los cortes de suministro eléctrico- y con una manta cuartelera enrollada en las piernas  para engañar el frío, o las crueles chanzas en los tribunales, cuando lo veían tan talludito él, con ese aspecto de hombre hecho y derecho que siempre tuvo, en los exámenes libres del bachillerato.
            No, su vida no había sido fácil. Había pasado de cuidar a su madre y sus hermanos, él era el mayor, a formar su propia familia y tener la responsabilidad de sus propios hijos sin apenas transición. Siempre había tenido que cuidar de alguien. Había trabajado muy duro para que no les faltase de nada a unos y a otros.
            También, es cierto, había tenido sus pequeñas recompensas. Su matrimonio había sido relativamente  feliz, todo lo feliz que la convivencia diaria y bastantes estrechuras económicas había permitido. Los hijos le habían salido buenos y le habían vivido todos, en una época en la que era bastante frecuente que una familia perdiera alguno. Más o menos, todos habían estudiado. Más o menos, todos se ganaban la vida. Todos se habían independizado y formado su propia familia.
            Trabajó mucho en esta vida, es verdad, pero sus últimos años no fueron tan malos. Se jubiló con una buena pensión, fruto merecidísimo de sus años de incansable trabajo. Veía crecer día a día a sus nietos, cada año más numerosos, y seguía una rutina cotidiana que le satisfacía casi por completo.
            Sin embargo, un día, llegaron los problemas de salud. Tuvo que ser intervenido de urgencias y, ya nunca más, volvió a ser el mismo. Trató de recuperar el pulso de la vida, de un luchador como él no podía esperarse menos. Pero, mientras era sometido a interminables tratamientos y exploraciones tuvo que enfrentar la muerte de dos hermanos. Aquel fue un duro golpe para sus, ya, exiguas fuerzas, que decayeron, si cabe, un poco más.
            Su estado empeoró tanto en tan sólo unos días que hubo de ser ingresado de urgencias,  pese a que hacía apenas un mes, había pasado sin problemas todos los controles médicos.
            En un principio le daban esperanzas. Decían que le proporcionarían tal o cual tratamiento, que lo suyo cura, lo que se dice cura, no tenía, pero se podía controlar la enfermedad. Con muchas reticencias al fin aceptó, más por la esposa que por sí mismo.
            Como casi siempre en su vida bastó un par de semanas para darle la razón. Empeoró de repente. Fue necesario avisar a los hijos que vivían fuera para que llegaran a tiempo. Ahora los tenía a todos junto a sí. Era bonito morirse de esa manera, rodeado por todos los suyos: en primer término, a su derecha la esposa, pendiente de él hasta su último suspiro, alrededor los hijos, que por turno iban acercándose para darle su postrero abrazo y también estaban sus hermanos, los que le quedaban vivos. La esposa, como en una ceremonia no escrita, pidió al hijo mayor que lo afeitara, no fuera a ser que la muerte le pillara desaseado.
            Después todo ocurrió según lo previsto. El silencio respetuoso que había precedido a su expiración se quebró. Todos lloraban sobre el muerto y se consolaban unos a otros. Ya sólo quedaba cumplir con su última voluntad: una cremación sin flores y una esquela en el periódico local.
            Descansa en paz.   




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