Lo
pensó o no lo pensó. Era difícil saberlo. Aparentemente estaba en calma. Su
sueño era plácido, por el efecto de la morfina, aunque se estaba ahogando, con
los pulmones encharcados de su propia sangre.
Tal
vez lo recordó o tal vez no. Esos primeros años de su infancia en el pueblo,
donde era tanta el hambre y la miseria, que hizo emigrar a toda la familia a la
capital en busca de un futuro mejor.
Quizá pasó por su
cabeza, o no. Aquellos años difíciles de la posguerra, en los que todo estaba
racionado, desde el pan a la electricidad. Esos tiempos en los que salían cada
día, su padre y él, a buscarse la vida en un sentido literal. Sin saber si
comerían o no, sin saber qué peonada harían o qué campo espigarían.
Tal vez recordó el
día en que murió su padre, que tuvo que vender el burro para pagarle el
entierro, que, con diecisiete años se había quedado solo en su papel de cabeza
de familia, o las noches larguísimas en las que estudiaba hasta la madrugada,
hasta que la sensación de hambre se lo permitía, después de un duro día de trabajo, a la luz
de un candil –por los cortes de suministro eléctrico- y con una manta
cuartelera enrollada en las piernas para
engañar el frío, o las crueles chanzas en los tribunales, cuando lo veían tan
talludito él, con ese aspecto de hombre hecho y derecho que siempre tuvo, en
los exámenes libres del bachillerato.
No, su vida no había
sido fácil. Había pasado de cuidar a su madre y sus hermanos, él era el mayor,
a formar su propia familia y tener la responsabilidad de sus propios hijos sin
apenas transición. Siempre había tenido que cuidar de alguien. Había trabajado
muy duro para que no les faltase de nada a unos y a otros.
También, es cierto,
había tenido sus pequeñas recompensas. Su matrimonio había sido
relativamente feliz, todo lo feliz que
la convivencia diaria y bastantes estrechuras económicas había permitido. Los
hijos le habían salido buenos y le habían vivido todos, en una época en la que
era bastante frecuente que una familia perdiera alguno. Más o menos, todos
habían estudiado. Más o menos, todos se ganaban la vida. Todos se habían
independizado y formado su propia familia.
Trabajó mucho en esta
vida, es verdad, pero sus últimos años no fueron tan malos. Se jubiló con una
buena pensión, fruto merecidísimo de sus años de incansable trabajo. Veía
crecer día a día a sus nietos, cada año más numerosos, y seguía una rutina
cotidiana que le satisfacía casi por completo.
Sin embargo, un día,
llegaron los problemas de salud. Tuvo que ser intervenido de urgencias y, ya
nunca más, volvió a ser el mismo. Trató de recuperar el pulso de la vida, de un
luchador como él no podía esperarse menos. Pero, mientras era sometido a
interminables tratamientos y exploraciones tuvo que enfrentar la muerte de dos
hermanos. Aquel fue un duro golpe para sus, ya, exiguas fuerzas, que decayeron,
si cabe, un poco más.
Su estado empeoró
tanto en tan sólo unos días que hubo de ser ingresado de urgencias, pese a que hacía apenas un mes, había pasado
sin problemas todos los controles médicos.
En un principio le
daban esperanzas. Decían que le proporcionarían tal o cual tratamiento, que lo
suyo cura, lo que se dice cura, no tenía, pero se podía controlar la
enfermedad. Con muchas reticencias al fin aceptó, más por la esposa que por sí
mismo.
Como casi siempre en
su vida bastó un par de semanas para darle la razón. Empeoró de repente. Fue
necesario avisar a los hijos que vivían fuera para que llegaran a tiempo. Ahora
los tenía a todos junto a sí. Era bonito morirse de esa manera, rodeado por
todos los suyos: en primer término, a su derecha la esposa, pendiente de él
hasta su último suspiro, alrededor los hijos, que por turno iban acercándose
para darle su postrero abrazo y también estaban sus hermanos, los que le
quedaban vivos. La esposa, como en una ceremonia no escrita, pidió al hijo
mayor que lo afeitara, no fuera a ser que la muerte le pillara desaseado.
Después todo ocurrió
según lo previsto. El silencio respetuoso que había precedido a su expiración
se quebró. Todos lloraban sobre el muerto y se consolaban unos a otros. Ya sólo
quedaba cumplir con su última voluntad: una cremación sin flores y una esquela
en el periódico local.
Descansa en paz.
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